11 de gener 2013

Alain Badiou: “Jean Borreil”


El 2006, la revista Mirmanda va iniciar el seu camí amb un número dedicat al filòsof català del Rosselló-Conflent, Joan Borrell. Alain Badiou, un altre dels destacats filòsofs francesos que van conèixer Borrell a París -però també en el seu interès per construir un país socialment just, amb la mirada posada sobre Catalunya-, descriu en aquest text (traduït al castellà, única versió electrònica que se'n disposa), el pensament i la figura de Borrell. Mirmanda núm.1 ["Joan Borrell i la filosofia universal de la imaginació"] es pot trobar online aquí.

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Badiou Alain, “Jean Borreil”, Pequeño panteón portátil, La fabrique éditions, 2008, pp. 58-61.

Jean Borreil (1938-1992)
Hay, en la escritura de Jean Borreil, como había en la fuerza de su voz, algo de sordo y de ronco, de obstinado, a lo que ni siquiera la palabra “estilo” conviene. Borreil, por lo demás, desconfiaba del estilo. Lo que su pensamiento no amaba ante todo era la instalación, la arrogancia, lo convenible. Ahora bien, la conveniencia es generalmente estilosa. Escribe: Toleramos el orden moral, el racismo incluso, por poco que sepa cubrirse con los oropeles de un estilo que lo inscriba en una apariencia de decoro. Así, el estilo es, a menudo, para Borreil el revestimiento de la abyección. Pero quizás, justamente, su estilo de pensamiento pretende desbaratar la arrogancia. Inventó una singular dulzura de la manera en que el pensamiento instala, o su viaje, o su sonriente pero definitiva presión. Y, en primer lugar, sin duda, por el lugar extraordinario que acuerda a la interrogación. Digo la interrogación, y no la cuestión. Ninguna hermenéutica cuestionante en Borreil, sino innumerables y materiales puntos de interrogación. Te invitan, estas puntuaciones, a hacer con el autor el punto de las interrogaciones, pero también a hacer el punto sin más, el punto del viaje y de lo nómada en el mundo tal como se nos propone, y que es el de exilio en el propio lugar como motivo de la igualdad de las singularidades. Cuando las interrogaciones se basculan en su escritura, no es que el pensamiento tome la pausa del gran cuestionamiento del sentido y del destino. Es, al contrario, que nos invita a hacer, enseguida, movimiento hacia una interior e imprevisible parada. La interrogación siempre es lealmente seguida por una respuesta. Está ahí para señalar quela respuesta es aquello hacia lo que es necesario moverse, que no es un ya-ahí que se desvele o revele. La respuesta es lo posible de un movimiento dividido. Si Borreil pregunta: “¿Qué es lo intolerable?”. En seguida responde: “lo que provoca un rechazo y una insurrección”. Si pregunta, a propósito de Hyperion: “¿Por qué el conocimiento fracasa?” Responde: “Porque la reflexión no resuelve las disonancias”. Incluso la bien conocida anécdota fundacional está iniciada por la interrogación. Para recordarnos la invención escandalosa de Diógenes el Cínico, no empieza por el relato y su interpretación. Pregunta: “¿Cuál es el acto filosófico por excelencia?” Responde: “Diógenes se masturba en el ágora”. Y pregunta una vez más: “¿Cuál es la lección aquí administrada?” Y de nuevo responde, como si se tratase del alumno a quien un maestro íntimo y cerrado pide reflexionar, contar con sus propias fuerzas: La lección es, para los griegos de la época, esta paradoja inusitada: el ágora es mi casa, el espacio público es un espacio privado.
 
Según la interrogación, el pensamiento es desacralizado, está en la mar incierta, es para él mismo este casi-otro que cada uno, según Borreil, es para todos. Según la respuesta, entra en el puerto que no es nunca su destino –no hay- sino su etapa. La imagen nomádica está, muy en primer lugar, inscrita en este estilo singular que no afirma nada sino bajo la regla de una interrogación, y hace pasar entre la interrogación y la respuesta todo lo descartado entre la mañana de partida y la tarde de llegada. Así, su estilo de pensamiento es marítimo y portuario. Y es que el enemigo de este pensamiento es constantemente definido por Borreil, es el legítimo propietario. Propietario de la Ciudad, de los bienes, propietario de la política, y, finalmente pretendido propietario del pensamiento mismo. El enemigo del pensamiento está instalado sobre sus tierras, se ha apropiado de lo propio, es el propio-ietario. El pensamiento marítimo y portuario desapropia al propio-ietario. Y Borreil interroga una vez más:

¿No son los puertos los espacios de los mercados y de los “capitalistas”, que prefirieron siempre su salud personal a la de la Ciudad? ¿no son el espacio de la prostitución y de la noche, el exacto opuesto del sol que inunda con su luz los debates agonísticos del ágora? En una palabra, ¿los puertos no son la imagen, sino incluso el substituto terrestre de la Cosmópolis?

Se trata de que, para Borreil, el pensamiento sigue una línea errante y difícil, de que no dispone para su verticalidad, de ningún punto fijo. Hace el punto sin sol ideal. Es, ante todo, un pensamiento sin vertical, un pensamiento que se mueve sobre el plano puramente horizontal de la igualdad. De este plano de inmanencia, la ciudad moderna es el emblema. Borreil dice: una ciudad, una superficie pura”. O aún más, opuesta explícitamente a lo que llama “la tierra heideggeriana y poética”: “la horizontalidad de una ciudad pisoteada en todos los sentidos sin ello haga o tenga sentido”. El Dublín de Joyce, este “ninguna parte “testimoniado por el escritor moderno que él amaba y practicaba entre todos. La cosa se podrá decir así: ¿qué es un estilo de pensamiento que pisotea lo horizontal? Y es a este interrogación, a la que, una vez más, responde con lealtad y penetración, con dulzura, con rigor, la escritura de Borreil. Yo diría que el pensamiento debe evitar dos cosas: el bucle, y el extraplomo. Sólo este doble evitamiento lo confía a la horizontalidad del emplazamiento de los casi-otros, a la igualdad de los semejantes. Evitar el bucle toma en Borreil muchas formas. Se dirá en primer lugar que el pensamiento debe proceder localmente, no supone ningún movimiento general que lo reconduzca a un pretendido motivo originario. De hecho, lo que hay, son catástrofes locales, cosas que llegan y de las que se testimonia obstinadamente. Y ahí el pensamiento se ajusta como puede. Pregunta: “¿Cómo ajustar una palabra ante una serie de catástrofes?”. Este ajustamiento fija un estilo que procede cada vez de un punto a otro, sin que jamás se trate de una inferencia global. Nada es más asombroso, en este punto, que el uso propiamente estilístico que hace de las referencias, de los nombres propios. Hay una improbabilidad maximal, una sorpresa, una suerte de vuelo de nombres. Él lo dice, por lo demás: es preciso tener “una relación con la historia de la filosofía, una relación que no sea de erudición sino de alteración y de captura, y si no, de vuelo”. Con la historia de la filosofía, pero no solamente. Que se vea El imposible regreso a Ítaca. Se comienza por Homero y la Odisea, por su crítica en el Tratado de lo sublime. Pues, dicho sea de paso, Borreil lo conocía todo. Después, los motivos de lo oriental, y de lo sobrio nos hacen torcer a un lado precipitadamente, el cabo es puesto sobre Hölderlin, sobre Kleist.
En un segundo plano, se entrevé a Goethe y a Schiller. La cuestión del viaje, que es la del movimiento del pensamiento, se afila: “el viaje es una catástrofe”. La ruina delo propio se anuncia: “Misma cuestión para la vuelta a casa, pero no hay más casa”. Se pregunta, entonces, que hace posible el retorno de Ulises, y es el episodio crucial de las sirenas el que nos conduce a un puerto que nada dejaría prever: Michel Foucault. Es cuestión de la travesía del sufrimiento y de la muerte. Y es con este desgarro como leemos la frase central, una interrogación más y su respuesta: “¿Qué queda por hacer cuando se atraviesa la muerte? Re-entrar en casa”. Esta conexión de la travesía de la muerte y del retorno convoca a Hegel, quien reconduce por cesura y localización, vía Tübingen, a Hyperion, a Hölderlin, a las elegías de la puesta de sol. Y, en fin, el Mediterráneo se abole en beneficio de la horizontalidad urbana de Joyce.
Nada aquí de anárquico, ni de bucle. Una navegación, punto por punto, hasta lo más cerca, que tiene lo que gana, y nada más. La máxima del estilo de Borreil es la de Rimbaud: “mantener el paso ganado”. Ello sólo garantiza que no se cederá el paso a las Sirenas del bucle, de la Totalidad. Lo dice, a propósito de Joyce, pero es una baliza para su propia navegación:
Tampoco el lenguaje refleja el planteamiento odiseano de la conciencia, sino el monólogo de Molly Bloom.

Contra el bucle, hay el monólogo. Para comprender lo que va desde sí mismo hacia la alteración afirmativa de sí. El monólogo e la pérdida de lo propio, de la ausencia de fin, la ratificación de lo casi-otro.
La máxima es que no hay retorno, que no hay más que pérdida, y que es la pérdida la que es la libertad moderna, la que es(tá), si se puede decir, desbuclada. Lo que también se dirá así: “Jamás se vuelve a Ítaca. No se pierde para encontrarse sino, justamente, para perderse.”. Y Rimbaud, una vez más, que decía: “No se parte”. Borreil diría más bien: ¡sí, sí, se parte! Lo que hay es que no volver, que no se vuelve. Pero la otra trampa que nos engaña es la del extra plomo. El estilo del pensamiento en el que se mantiene Borreil es repudiación de lo universal. Pues, lo universal no es más que una arrogancia camuflada de lo propio, de lo propio occidental. Es ahí donde está definida una doble apuesta estilística, la de la singularidad de la prosa, la de la similitud y de su vocación a la partición. Pero para llegar a este punto crucial vamos a tener que pasar por una avalancha de interrogaciones:

¿Qué hacer con los semejantes diferentes? ¿Qué hacer con una miseria recubierta de palabras? ¿Cómo descubrir lo intolerable de una catástrofe continuada, de una destrucción continuada? ¿Qué palabra mantener que esté “no embarazada”, como se dice en África del Oeste, y, si no, incluso “cansada”?

Y, por una vez pase, la respuesta toma la forma de un imperativo:

Es preciso apostar contra el universalismo que es traducción de una arrogancia, y, sin embargo, mantener el primado de la igualdad de los semejantes.

Este imperativo, que conjunta dos apuestas arriesgadas por sí mismas, comanda todo el estilo, la interrogación, la respuesta, la navegación local, lo portuario, el estrellamiento imprevisto de los nombres, la obstinación, el monólogo. Por lo demás, ¿se trata de un pensamiento, de una incansable exposición? Borreil declara: “Pensar lo plural es, quizás, un imposible”. Ahora bien, es precisamente el pensamiento de lo plural lo que es el contenido del imperativo igualitario, como la repudiación lo es del universalismo. Digamos que su estilo es la exposición dividida delo plural, ella misma secretamente pluralizada por un pensamiento imposible. El texto, gobernado por esta tensión, debe guardar algo de aleatorio. Debe ser el trazo de un azar, de un encuentro, de lo que ha sido inventariado en el estancamiento y en el pisoteo de la horizontalidad. Saluda –lo cito- “la atención en lo aleatorio de una mirada que no decide a priori lo que merece ser mirado o no serlo”. El estilo de su pensamiento es hacer aparecer esta no-decisión. Una no-decisión que no es una indecisión, sino una trayectoria bifurcada. De tal suerte que, al fin, no estemos allí donde nos imaginamos llegar. Hemos sido alterados, y, como teníamos tiempo de bruma, devueltos a tierra extranjera. Es decir, también en nosotros mismos, en nuestra casa, puesto que este devolvimiento nos revela la impropiedad de lo propio, la alteridad de lo natal, la ruptura de todo bucle y la imposibilidad de todo extraplomo. Recuerdo a época en que tenía, con Jean Borreil, vivos desacuerdos políticos. Más allá de los vocablos de ese tiempo, imagino que me reprochaba sobre todo el decidir demasiado de antemano lo que merecía ser mirado. Y es que su estilo de pensamiento, mirándolo bien, no es el de una política en el sentido habitual. Ni el de una filosofía. Filósofo era, pero no filósofo de una filosofía. Tenía, más bien, el aspecto de un testimonio. En su pensamiento la medida a encontrar entre singularidad y similitud es demasiado fina. Estaba demasiado ocupado, respecto a las vanas odiseas del concepto, en encontrar el punto local, el puerto cosmopolita, en donde entender exactamente el discurso del otro. Decía, apropósito de François Chatelet: “respeto e irrespeto, tal es el mundo de la escucha no romántica de las razones del otro”. Y eso es finalmente de lo que debe tratarse: de un estilo no romántico de pensamiento, una destitución de todo héroe del concepto, una paciencia asegurada, una labor fraternal. O, aún más, y se lo dejó a él decir tal y como lo hacía para Claude Simon, pero también para sí mismo, lo que él deseaba que fuera la escritura de un pensamiento:

Venir a primer plano para desarreglarlo y quizás, como el viento de octubre del país sin nombre que despoja las viñas de sus hojas, desnudara la novia, y exhibirla en un cuadro.