El 2006, la revista Mirmanda va iniciar el seu camí amb un número dedicat al filòsof català del Rosselló-Conflent, Joan Borrell. Alain Badiou, un altre dels destacats filòsofs francesos que van conèixer Borrell a París -però també en el seu interès per construir un país socialment just, amb la mirada posada sobre Catalunya-, descriu en aquest text (traduït al castellà, única versió electrònica que se'n disposa), el pensament i la figura de Borrell. Mirmanda núm.1 ["Joan Borrell i la filosofia universal de la imaginació"] es pot trobar online aquí.
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Badiou Alain, “Jean Borreil”, Pequeño panteón portátil, La fabrique éditions, 2008, pp. 58-61.
Jean Borreil (1938-1992)
Hay,
en la escritura de Jean Borreil, como había en la fuerza de su voz, algo de
sordo y de ronco, de obstinado, a lo que ni siquiera la palabra “estilo”
conviene. Borreil, por lo demás, desconfiaba del estilo. Lo que su
pensamiento no amaba ante todo era la instalación, la arrogancia, lo
convenible. Ahora bien, la conveniencia es generalmente estilosa. Escribe:
Toleramos el orden moral, el racismo incluso, por poco que sepa cubrirse con
los oropeles de un estilo que lo inscriba en una apariencia de decoro. Así, el
estilo es, a menudo, para Borreil el revestimiento de la abyección. Pero quizás,
justamente, su estilo de pensamiento pretende desbaratar la arrogancia. Inventó
una singular dulzura de la manera en que el pensamiento instala, o su viaje, o su
sonriente pero definitiva presión. Y, en primer lugar, sin duda, por el lugar
extraordinario que acuerda a la interrogación. Digo la interrogación, y no la
cuestión. Ninguna hermenéutica cuestionante en Borreil, sino
innumerables y materiales puntos de interrogación. Te invitan, estas
puntuaciones, a hacer con el autor el punto de las interrogaciones, pero
también a hacer el punto sin más, el punto del viaje y de lo nómada en el mundo
tal como se nos propone, y que es el de exilio en el propio lugar como motivo
de la igualdad de las singularidades. Cuando las interrogaciones se basculan en
su escritura, no es que el pensamiento tome la pausa del gran cuestionamiento
del sentido y del destino. Es, al contrario, que nos invita a
hacer, enseguida, movimiento hacia una interior e imprevisible parada. La
interrogación siempre es lealmente seguida por una respuesta. Está ahí para
señalar quela respuesta es aquello hacia lo que es necesario
moverse, que no es un ya-ahí que se desvele o revele. La respuesta es lo posible
de un movimiento dividido. Si Borreil pregunta: “¿Qué es lo
intolerable?”. En seguida responde: “lo que provoca un rechazo y una
insurrección”. Si pregunta, a propósito de Hyperion: “¿Por qué el conocimiento
fracasa?” Responde: “Porque la reflexión no resuelve las disonancias”. Incluso
la bien conocida anécdota fundacional está iniciada por la interrogación. Para
recordarnos la invención escandalosa de Diógenes el Cínico, no empieza por el
relato y su interpretación. Pregunta: “¿Cuál es el acto filosófico por
excelencia?” Responde: “Diógenes se masturba en el ágora”. Y pregunta una vez
más: “¿Cuál es la lección aquí administrada?” Y de nuevo
responde, como si se tratase del alumno a quien un maestro íntimo y cerrado
pide reflexionar, contar con sus propias fuerzas: La lección es, para los
griegos de la época, esta paradoja inusitada: el ágora es mi casa, el espacio
público es un espacio privado.
Según
la interrogación, el pensamiento es desacralizado, está en la mar incierta, es para
él mismo este casi-otro que cada uno, según Borreil, es para todos. Según la respuesta,
entra en el puerto que no es nunca su destino –no hay- sino su etapa. La imagen
nomádica está, muy en primer lugar, inscrita en este estilo singular que no
afirma nada sino bajo la regla de una interrogación, y hace pasar entre la
interrogación y la respuesta todo lo descartado entre la mañana de partida y la
tarde de llegada. Así, su estilo de pensamiento es marítimo y portuario. Y es
que el enemigo de este pensamiento es constantemente definido por Borreil, es
el legítimo propietario. Propietario de la Ciudad, de los bienes, propietario
de la política, y, finalmente pretendido propietario del pensamiento mismo. El
enemigo del pensamiento está instalado sobre sus tierras, se ha apropiado de lo
propio, es el propio-ietario. El pensamiento marítimo y portuario desapropia al
propio-ietario. Y Borreil interroga una vez más:
¿No
son los puertos los espacios de los mercados y de los “capitalistas”, que
prefirieron siempre su salud personal a la de la Ciudad? ¿no son el espacio de
la prostitución y de la noche, el exacto opuesto del sol que inunda con su luz
los debates agonísticos del ágora? En una palabra, ¿los puertos no son la
imagen, sino incluso el substituto terrestre de la Cosmópolis?
Se
trata de que, para Borreil, el pensamiento sigue una línea errante y difícil,
de que no dispone para su verticalidad, de ningún punto fijo. Hace el punto sin
sol ideal. Es, ante todo, un pensamiento sin vertical, un pensamiento que se
mueve sobre el plano puramente horizontal de la igualdad. De este plano de
inmanencia, la ciudad moderna es el emblema. Borreil dice: una ciudad, una
superficie pura”. O aún más, opuesta explícitamente a lo que llama “la tierra
heideggeriana y poética”: “la horizontalidad de una ciudad pisoteada en todos los
sentidos sin ello haga o tenga sentido”. El Dublín de Joyce, este “ninguna parte
“testimoniado por el escritor moderno que él amaba y practicaba entre todos. La
cosa se podrá decir así: ¿qué es un estilo de pensamiento que pisotea lo
horizontal? Y es a este interrogación, a la que, una vez más, responde con
lealtad y penetración, con dulzura, con rigor, la escritura de Borreil. Yo
diría que el pensamiento debe evitar dos cosas: el bucle, y el extraplomo. Sólo
este doble evitamiento lo confía a la horizontalidad del emplazamiento de los
casi-otros, a la igualdad de los semejantes. Evitar el bucle toma en Borreil
muchas formas. Se dirá en primer lugar que el pensamiento debe proceder
localmente, no supone ningún movimiento general que lo reconduzca a un
pretendido motivo originario. De hecho, lo que hay, son catástrofes locales,
cosas que llegan y de las que se testimonia obstinadamente. Y ahí el
pensamiento se ajusta como puede. Pregunta: “¿Cómo ajustar una palabra ante una
serie de catástrofes?”. Este ajustamiento fija un estilo que procede cada vez
de un punto a otro, sin que jamás se trate de una inferencia global. Nada es
más asombroso, en este punto, que el uso propiamente estilístico que hace de
las referencias, de los nombres propios. Hay una improbabilidad maximal, una
sorpresa, una suerte de vuelo de nombres. Él lo dice, por lo demás: es preciso
tener “una relación con la historia de la filosofía, una relación que no sea de
erudición sino de alteración y de captura, y si no, de vuelo”. Con la historia
de la filosofía, pero no solamente. Que se vea El imposible regreso a Ítaca. Se comienza por Homero y la Odisea,
por su crítica en el Tratado de lo sublime.
Pues, dicho sea de paso, Borreil lo conocía todo. Después, los motivos de lo
oriental, y de lo sobrio nos hacen torcer a un lado precipitadamente, el cabo
es puesto sobre Hölderlin, sobre Kleist.
En
un segundo plano, se entrevé a Goethe y a Schiller. La cuestión del viaje, que
es la del movimiento del pensamiento, se afila: “el viaje es una catástrofe”.
La ruina delo propio se anuncia: “Misma cuestión para la vuelta a casa, pero no
hay más casa”. Se pregunta, entonces, que hace posible el retorno de Ulises, y
es el episodio crucial de las sirenas el que nos conduce a un puerto que nada
dejaría prever: Michel Foucault. Es cuestión de la travesía del sufrimiento y
de la muerte. Y es con este desgarro como leemos la frase central, una
interrogación más y su respuesta: “¿Qué queda por hacer cuando se atraviesa la
muerte? Re-entrar en casa”. Esta conexión de la travesía de la muerte y del
retorno convoca a Hegel, quien reconduce por cesura y localización, vía Tübingen,
a Hyperion, a Hölderlin, a las elegías de la puesta de sol. Y, en fin, el
Mediterráneo se abole en beneficio de la horizontalidad urbana de Joyce.
Nada
aquí de anárquico, ni de bucle. Una navegación, punto por punto, hasta lo más
cerca, que tiene lo que gana, y nada más. La máxima del estilo de Borreil es la
de Rimbaud: “mantener el paso ganado”. Ello sólo garantiza que no se cederá el
paso a las Sirenas del bucle, de la Totalidad. Lo dice, a propósito de Joyce,
pero es una baliza para su propia navegación:
Tampoco
el lenguaje refleja el planteamiento odiseano de la conciencia, sino el
monólogo de Molly Bloom.
Contra
el bucle, hay el monólogo. Para comprender lo que va desde sí mismo hacia la
alteración afirmativa de sí. El monólogo e la pérdida de lo propio, de la
ausencia de fin, la ratificación de lo casi-otro.
La
máxima es que no hay retorno, que no hay más que pérdida, y que es la pérdida
la que es la libertad moderna, la que es(tá), si se puede decir, desbuclada. Lo
que también se dirá así: “Jamás se vuelve a Ítaca. No se pierde para
encontrarse sino, justamente, para perderse.”. Y Rimbaud, una
vez más, que decía: “No se parte”. Borreil diría más bien: ¡sí, sí,
se parte! Lo que hay es que no volver, que no se vuelve. Pero la otra trampa
que nos engaña
es la del extra plomo. El estilo del pensamiento en el que se mantiene Borreil es
repudiación de lo universal. Pues, lo universal no es más que una arrogancia
camuflada de lo propio, de lo propio occidental. Es ahí donde está definida una
doble apuesta estilística, la de la singularidad de la prosa, la de la
similitud y de su vocación a la partición. Pero para llegar a este punto
crucial vamos a tener que pasar por una avalancha de interrogaciones:
¿Qué hacer con los semejantes
diferentes? ¿Qué hacer con una miseria recubierta de palabras? ¿Cómo descubrir
lo intolerable de una catástrofe continuada, de una destrucción continuada?
¿Qué palabra mantener que esté “no embarazada”, como se dice en África del
Oeste, y, si no, incluso “cansada”?
Y, por
una vez pase, la respuesta toma la forma de un imperativo:
Es preciso apostar contra el
universalismo que es traducción de una arrogancia, y, sin embargo,
mantener el primado de la igualdad de los semejantes.
Este
imperativo, que conjunta dos apuestas arriesgadas por sí mismas, comanda todo el
estilo, la interrogación, la respuesta, la navegación local, lo portuario, el estrellamiento
imprevisto de los nombres, la obstinación, el monólogo. Por lo demás, ¿se trata
de un pensamiento, de una incansable exposición? Borreil declara: “Pensar lo
plural es, quizás, un imposible”. Ahora bien, es precisamente el pensamiento de
lo plural lo que es el contenido del imperativo igualitario, como la
repudiación lo es del universalismo. Digamos que su estilo es la exposición
dividida delo plural, ella misma secretamente pluralizada por un
pensamiento imposible. El texto, gobernado por esta tensión, debe guardar algo
de aleatorio. Debe ser el trazo de un azar, de un encuentro, de lo que ha sido
inventariado en el estancamiento y en el pisoteo de la horizontalidad. Saluda
–lo cito- “la atención en lo aleatorio de una mirada que no decide a priori
lo que merece ser mirado o no serlo”. El estilo de su pensamiento es hacer aparecer
esta no-decisión. Una no-decisión que no es una indecisión, sino una
trayectoria bifurcada. De tal suerte que, al fin, no estemos allí donde nos
imaginamos llegar. Hemos sido alterados, y, como teníamos tiempo de bruma,
devueltos a tierra extranjera. Es decir, también en nosotros mismos, en nuestra
casa, puesto que este devolvimiento nos revela la impropiedad de lo propio, la
alteridad de lo natal, la ruptura de todo bucle y la imposibilidad de todo
extraplomo. Recuerdo a época en que tenía, con Jean Borreil, vivos
desacuerdos políticos. Más allá de los vocablos de ese tiempo, imagino que me
reprochaba sobre todo el decidir demasiado de antemano lo que merecía ser
mirado. Y es que su estilo de pensamiento, mirándolo bien, no es el de una
política en el sentido habitual. Ni el de una filosofía. Filósofo era, pero no
filósofo de una filosofía. Tenía, más bien, el aspecto de un testimonio. En su
pensamiento la medida a encontrar entre singularidad y similitud es demasiado
fina. Estaba demasiado ocupado, respecto a las vanas odiseas del concepto, en
encontrar el punto local, el puerto cosmopolita, en donde entender exactamente
el discurso del otro. Decía, apropósito de François Chatelet: “respeto e
irrespeto, tal es el mundo de la escucha no romántica de las razones del otro”.
Y eso es finalmente de lo que debe tratarse: de un estilo no romántico de
pensamiento, una destitución de todo héroe del concepto, una paciencia
asegurada, una labor fraternal. O, aún más, y se lo dejó a él decir tal y como
lo hacía para Claude Simon, pero también para sí mismo, lo que él deseaba que
fuera la escritura de un pensamiento:
Venir a primer plano para desarreglarlo
y quizás, como el viento de octubre del país sin nombre que
despoja las viñas de sus hojas, desnudara la novia, y exhibirla en
un cuadro.
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